CAPÍTULO I: LA PROPOSICIÓN

  Dejó el sólido vaso de whisky de cristal repujado encima de la barra de madera de nogal barnizada que olía a destilería y a alcohol fermentado, fruto de muchos años de soportar las alegrías y tristezas líquidas que habían derramado sobre ella los incontables clientes que se habían acodado en ese lugar con el paso de los años. Es razonable que así fuera, puesto que el establecimiento en cuestión era uno de los más antiguos de la ciudad de Madrid de los que se dedicaban al despacho de bebidas espirituosas, ya que databa de mediados del siglo XIX, y esa barra no tenía aspecto de haberse movido de ese lugar desde antes de la guerra de independencia contra las tropas napoleónicas.

 

    Pese a ello, era el único cliente del lugar en esa luminosa mañana de mayo, lo cual también era razonable, ya que la gente decente suele esperar a la tarde para tomarse una copa, y el que lo hace antes prefiere que sea      en      privado, normalmente tomando un trago furtivo de una petaca o recipiente similar de modo que la moral pública quede adecuadamente a resguardo de miradas indiscretas.

 

    No era el tipo de persona que se preocupase por ese tipo de convencionalismos sociales. Seguro, por la experiencia que le daban los años y las lecturas, de que todos los hombres estaban cortados por patrones muy similares y eran víctimas de las mismas pasiones y vilezas, no veía la lógica subyacente a tener que esconderse para tomar una copa, por mucho que el sol no hubiese alcanzado aún su cénit en el firmamento madrileño.

 

    Levantó la mirada de su vaso para encontrarse con una visión que nunca le cansaba, y que era la responsable de que ese fuera su local predilecto de la ciudad más allá de la profunda solera del lugar. Las estanterías de madera barnizada y decorada con molduras florales al estilo romántico que en otros bares más convencionales suelen estar repletas de todo tipo de botellas de bebidas alcohólicas estaban en este lugar llenas de libros. Las librerías no se limitaban al espacio detrás de la barra, sino que continuaban por toda la planta baja del local e incluso, después de superar una escalera de caracol que estaba al fondo junto a los baños, continuaban por una pequeña entreplanta protegida por barandillas que se asomaban a la planta baja.

 

    El resultado era lo que realmente parecía una antigua librería llena de pequeñas mesas redondas de cuatro plazas perfectas para sentarse con un libro pero que tenía el extremo inmediatamente frente a la entrada ocupada por una antigua barra de bar. Nunca había sabido si considerar al lugar un bar con libros o una librería con bebidas. 

 

    Comprobó la hora en su reloj de pulsera, un viejo Vostok Amphibla de dotación en la antigua marina soviética que lo había acompañado en el pasado en multitud de inmersiones en los siete mares conocidos por el hombre. Era la hora convenida. Pagó su consumición e hizo un discreto saludo de reconocimiento al camarero, un discreto inmigrante alemán de oscuro pasado que tantas noches habla conversado con él de diversos temas de honda profundidad intelectual.

A la salida del local se encaminó a la Plaza de Cascorro, en el corazón de la ciudad y el centro neurálgico del internacionalmente conocido mercado de variedades llamado Rastro que se organizaba los domingos.

 

    En una de las calles adyacentes, el observador casual podía admirar la fachada de una antigua librería de libros de viejo, forrada de madera y cuyos escaparates se asomaban a una auténtica selva de libros que descansaban, cual soldados extenuados después de mil batallas, en las más inverosímiles posiciones ocupando, por supuesto, todas las estanterías que cubrían la totalidad de las paredes del curioso local, desde el suelo al techo, todos los rincones que uno pudiera imaginar y aún los inimaginables, de modo que era francamente difícil acceder a algunos rincones sin correr el riesgo de provocar un derrumbamiento. Incluso el excusado estaba tan cubierto de libros que resultaba casi imposible hacer un uso digno de él.

 

    Hasta ese lugar se encaminaron los pasos de Alessandro, que accedió al comercio haciendo sonar una campana de bronce que avisaba a su propietario cuando se abría la puerta.

 

    James Körander era el estereotipo perfecto que uno podría esperar de un librero dedicado a los libros antiguos. Era un holandés bien entrado en su sexto lustro de vida cuyo rostro ofrecía todas las características propias de un buen bebedor de ginebra, hábito que había adquirido en sus largos años de servicio en la marina mercante de su país. Dejó la marina en cuanto tuvo una pequeña cantidad de dinero por un amor no correspondido que finalmente le habla dejado varado en la ciudad de Madrid, en ese delicioso naufragio que era su tienda.

 

    Körander observó a Alessandro desde los más de dos metros de su inmensa humanidad rubicunda mientras estaba recostado detrás de un viejo mostrador desde el que leía una novela de Joseph Conrad, aunque Alessandro no acertó a vislumbrar el título desde la posición en la que se encontraba. El viejo marino levantó la vista de su lectura, por encima de sus ajadas gafas de pasta negra y dio una profunda calada a su pipa de mazorca mirando fijamente al recién llegado.

 

- Como siempre eres puntual como un reloj suizo- dijo el holandés.

 

- No me gusta la cerveza caliente, un libro anodino, ni llegar tarde a una cita - replicó Alessandro - por cierto, no sabía que compartías la afición del bueno del General Mc Arthur por las pipas de maíz.

 

- Ese viejo cabrón nos dejó a todos en la estacada cuando abandonó Filipinas a su suerte pero he de reconocer que los tenía bien puestos, acabó ciscándose a todo perro canalla cuando volvió a lanzar una ofensiva sobre las islas y muchas generaciones de japos se acordarán para siempre de su nombre. Esta pipa me la dio él en persona, cuando estuvo en mi barco, el Jones, días después de reconquistar el archiplélago filipino.

 

    Aunque Alessandro sabía que Körander había servido en el frente del Pacífico durante la segunda Gran Guerra cuando huyó de la Holanda ocupada por los Nazis al estallar la contienda y que en barco que capitaneaba, un remolcador de altura llamado Jones por el omnipresente Holandés Errante, había sido artillado y puesto al servicio de la armada estadounidense en Filipinas, el viejo pirata era un mentiroso compulsivo, fruto quizá de toda una vida de una afición desmedida a leer obras de ficción, y nunca podía estar seguro de cuando le metía una buena trola. Prefirió, no obstante, no ahondar en el asunto. Era una buena historia, ¿por qué estropearla aunque probablemente fuera mentira?.

 

- Magnifico recuerdo.

 

- Tengo también unos cuantos japos sobre la conciencia, pero de eso no me arrepiento, hice lo que tenía que hacer. Eran tan crueles esos cabrones que si de mí hubiese dependido les habría lanzado diez bombas atómicas en vez de dos, y una de ellas la habría metido por el mismo culo del emperador.

 

    Alessandro sonrió para sus adentros pensando que una vida de lecturas no había conseguido arrebatar al holandés ese maravilloso léxico de taberna portuaria que casi le había costado el hígado adquirir.

 

- Vamos al grano -dijo Alessandro mientras sostenía en sus manos un magnífico ejemplar de las obras de Sor Juana Inés de la Cruz, impreso en Baacelona a finales del XVII- cuando me llegó tu carta había un cierto halo de misterio en la poca información que me dabas.

 

- Si tuvieras un teléfono en casa con un contestador automático, o quizá uno de esos nuevos ordenadores personales que están empezando a venderse como rosquillas en los Estados Unidos, que ofrecen el servicio ese de mensajería a distancia que llaman correo electrónico, quizá te habría podido dar algún dato más.

 

- Los que nos dedicamos a actividades, si no siempre ilegales, a menudo ciertamente turbias, debemos prescindir de esas innovaciones tan fácilmente accesibles para el gobierno.

 

    Alessandro era, sin duda alguna, lo que se conoce popularmente como un contrabandista. Si bien no comerciaba con drogas, armas u otras sustancias u objetos manifiestamente prohibidos, sí comerciaba con libros, poniendo en contacto al comprador adecuado con el libro objeto de su deseo. Y ése era el núcleo de su relación con el viejo holandés afincado en Madrid, que por la naturaleza de su negocio era frecuentado por ese tipo de compradores.

 

    Alessandro era un tipo sin muchos escrúpulos en lo que a libros se refería, no dudando en cometer cuantos delitos contra la propiedad fueran necesarios en cualquiera de los países del orbe para hacerse con uno de sus "encargos" aunque era un delincuente con un código moral, que siempre se había negado a la comisión de delitos de sangre, por muy elevada que fuera la recompensa. Era tal la obsesión de algunos coleccionistas por ciertos ejemplares que estaban incluso dispuestos a encargar un secuestro o un asesinato con tal de conseguirlos.

 

    - Se trata de una información que me ha llegado a través de un viejo cliente - dijo el holandés- una información relaciona da con el paradero de un libro muy especial, por el que ciertas personas que conozco estarían dispuestas a pagar una cuantiosísima suma. Tanto es así que esta información me ha costado un buen dinero y no he dudado en pagarlo porque creo que lo vale.

 

    El holandés no solamente se dedicaba al respetable negocio de la venta de los libros antiguos que tenía en catalogo en su establecimiento sino, que la parte más lucrativa de su negocio consistía en lo que él llamaba sus encargos especiales.

 

    Conocido en el submundo del contrabando de libros antiguos de origen ilícito, era un referente internacional cuando se trataba de comerciar con un volumen de tan turbia procedencia que ningún librero de buen nombre estaba dispuesto a ponerlo en el mercado. No obstante, esos encargos especiales iban aún más allá, ya que en ocasiones un cliente, o bien uno de sus representantes, clientes muy solventes en todos los casos, se ponían en contacto con él para que, previo pago de una importante suma de dinero, les consiguiera un libro muy señalado que, o bien en no estaba a la venta, o bien su precio era tan elevado que merecía la pena contratar los servicios del señor Körander.

 

    En aquellas ocasiones en las que recibía un encargo especial, el holandés disponía de una amplia red de personajes suburbiales dispuestos a cumplir con el mandato que él ya no podía efectuar personalmente, dada su avanzada edad, aunque en sus tiempos había sido sin lugar a dudas, uno de los mejores. Sus "empleados" siempre estaban dispuestos a simular un delito o un accidente para llevar a cabo la "adquisición" del volumen en cuestión: un robo de joyas en una vivienda, un incendio…., la casuística era muy numerosa, pero cuando necesitaba que el trabajo se desarrollara con planeamiento y precisión militar y que el robo no fuese descubierto hasta pasado un largo tiempo, no dudaba en contratar los servicios de Alessandro, el más profesional y meticuloso del selecto gremio de los contrabandistas del libro que había conocido en su vida.

 

- Y bien, ¿piensas darme los detalles del encargo? -interpeló Alessandro al holandés a bocajarro, considerando ya más que cumplidos los protocolos iniciáticos de dictaba la educación y los modos sociales aceptados.

 

    El holandés no contestó. Salió de detrás del mostrador, cerró con llave la puerta del negocio y acompañó a Alessandro a la trastienda, donde tenía organizado un espacio cálido, tapizado de alfombras persas y con dos sofás orejeros que utilizaba para cerrar sus negocios clandestinos.

 

    Acercándose a una estantería, abrió la tapa de un mueble bar inteligentemente camuflado en los falsos lomos de una edición original de los cuatro tomos del Quijote y sacando una botella de Whisky Lagavulin de 16 años sirvió dos vasos de cristal repujado de la fábrica irlandesa de Waterford, que llenó hasta la mitad, ofreciéndole uno a su interlocutor.

 

    Encendió su pipa de maÍz con parsimoniosa alevosía, intentado excitar la imaginación de Alessandro y que la impaciencia le impulsara a hacer algún comentario. Pero Alessandro era un hombre de gélido carácter y nervios templados como el acero, que su formación militar y sus convicciones estoicas no hacían sino exacerbar, por lo que simplemente se mantuvo mirando al holandés encender la pipa mientras degustaba el profundo sabor a turba del Whisky.

 

-Se trata de un asunto especialmente delicado - comenzó el holandés entre negras bocanadas de humo que expelía con deleite - algo que va a requerir que despliegues todos tus atributos para este negocio. El lugar no es el más adecuado, la época es la peor de las posibles y la naturaleza del objeto no facilita las cosas. Por supuesto la retribución se cuantificará acorde con las dificultades de la empresa.

 

- Eso es lo importante - le respondió Alessandro - no hay encargo imposible si la contraprestación pactada es suficientemente interesante.

 

-  Me gusta oírte decir eso, ya sabes que el eje principal sobre el que descansa toda mi filosofía es que todo hombre (y toda mujer), tiene un precio.

 

    En la isla de Menorca hay un gran coleccionista, un miembro de la nobleza local que ha dilapidado una gran parte del importante patrimonio heredado de su familia en engrosar una colección de libros muy especial, consagrada a los tratados náuticos y a libros relacionados con la presencia humana en el mar cuyo núcleo lo compone la que probablemente sea la colección más importante de cuadernos de bitácora originales de embarcaciones de todos los tiempos que existe actualmente.

 

    Hay en esa colección un libro muy importante, el diario de navegación de un barco mercante desconocido para la mayoría de los historiadores. ¿Qué sabes de la flota de la Orden de Malta?.

 

- ¿De los caballeros de Malta?, bastante poca cosa la verdad. Sé que en su época de esplendor contaban con una poderosa armada, con la que guerreaban en nombre de la cristiandad y de sus propios objetivos políticos contra el turco y los piratas berberiscos. Todo les iba razonablemente bien hasta que fueron invadidos por Napoleón a finales del siglo XVIII y tuvieron que abandonar Malta. A partir de ahí el poderío militar de la Orden fue en declive.

 

    Alessandro era un gran aficionado a la historia, de formación autodidacta, era especialmente aficionado a la historia naval. Leer libros relacionados con el tema era un hábito que habla adquirido durante sus largos meses de embarque como buceador de combate de la Armada.

 

- Veo que conoces la temática, no me defraudas tampoco en el plano intelectual. Cuando la Orden se vio obligada a abandonar Malta..., bueno eso es muy benévolo, la realidad es que Napoleón conquistó la isla y los expulsó de allí a sangre y fuego. La cuestión es que una vez que se vieron abocados a abandonar la isla de Malta iniciaron un largo peregrinaje por el Mediterráneo en busca de una base temporal en la que poder establecerse y proyectar su poder naval hasta que se encontraran otra vez en disposición de conquistar la isla de Rodas, primer cuartel general de la Orden una vez que abandonaron Jerusalén.

 

    En esos empeños se encontraban cuando uno de los caballeros más notorios, el Vizconde Alessandro de la Barthe, noble francés muy cercano al Papa, inició contactos con el Rey de España. Este personaje se desplazó a España, e inició negociaciones con la corte del Rey para que se decidiese a ceder la isla de Menorca a los caballeros a cambio de 20 millones de francos (que constituía una enorme suma de dinero para la época) y del compromiso por parte del Gran Maestre de la Orden de defender los intereses de la Corona de España y las naciones católicas contra el infiel haciendo uso de todo su poderío militar.

 

    Las negociaciones fueron, en un principio, fructuosas, y el Gran Maestre cedió a La Barthe su buque almirante, la galera Generala, para que se desplazase a Menorca en compañía de un importante contingente armado y se asentaran en el emplazamiento fortificado de San Felipe, que se encontraba en el interior de la rada de Mahón y había sido arrebatado recientemente a los ingleses, que habían subyugado la isla durante casi un siglo.

 

    Cuando la galera arribó al puerto menorquín, el Comandante de la Guarnición Real no permitió que el buque amarrara en el puerto, sino que lo obligó a fondear frente a la isla de las cuarentenas, donde había un hospital para leprosos, y únicamente permitió que desembarcaran La Barthe y algunos caballeros de su confianza.

 

    En este punto las fuentes disponibles se tornan turbias, pero parece que los caballeros tuvieron que abandonar la isla precipitadamente y que ocurrió una catástrofe, puesto que de la galera, orgullo del Gran Maestre de la Orden de Malta, y de su tripulación, Vizconde incluido, nunca más se supo.

 

    Comprenderás ahora, después de esta breve Introducción, la importancia de este encargo. La aparición del cuaderno de bitácora de "La Generala" podría contribuir al esclarecimiento de un importante enigma histórico.

 

    Alessandro se quedó unos instantes observando las volutas de humo que salían de la pipa del holandés. La historia le habla impresionado, desde luego, y ya estaba deseando explorar los secretos de ese cuaderno de bitácora. Efectivamente el dinero no era la motivación más importante de Alessandro para dedicarse a este negocio, era un bibliófilo empedernido, y la posibilidad de tener el privilegio de asomarse a unas páginas largamente ocultas constituía el mayor incentivo posible para él. Sin embargo también era un animal de sensaciones, y su instinto le decía que había algunas cosas que no cuadraban en esta historia.

 

-Desde luego que no puede negarse que es una gran historia. ¿Cómo es posible que ese diario de bitácora haya acabado en la colección personal de un noble menorquín?.

 

- Esa es una de las partes de la historia que se pierden entre la bruma. Lo más razonable es que alguno de los tripulantes sobreviviese al naufragio o a lo que quiera que ocurriese y que y encontrase refugio en Menorca, donde quedo el libro.

 

- Y cual sería exactamente la contraprestación?, en caso de que aceptase el encargo, claro.

 

- Como ya te he dicho, se trata de un cliente importante, con una posición económica extremadamente desahogada y mucho interés en este asunto. Se te pagaría medio millón de pesetas en el momento de aceptar el trato y otros dos millones más a la entrega del libro aquí, en esta misma sala.

 

- Espera un momento, esa cantidad es muy superior a la que suele pagarse por este tipo de contratos. ¿Donde está la trampa?.

 

- Hay un requisito que tiene que cumplirse, nadie puede reparar en que el robo se ha producido, tendrás que de dejar una reproducción en el lugar del cuaderno. Además, tenemos un plazo de tiempo muy ajustado, el cliente lo quiere todo solucionado en máximo una semana.

 

- Eso me obligará a entrar dos veces, y a contar con un falsificador. Es una isla pequeña, enfocada a turismo, durante los meses de invierno se corre el riesgo de llamar mucho la atención, y si algo sale mal...

 

- Bueno, si se tratase de un encargo fácil, cualquiera podría hacerlo.

 

- Tendrás noticias mías - dijo Alessandro levantándose para abandonar el lugar.

 

- Tienes 24 horas para darme tu respuesta - le contestó Körander mientras exhalaba una voluta de humo al artesonado del techo -que seas el mejor no quiere decir que seas el único capaz de hacer este trabajo.